Los derechos y las condiciones de trabajo han estado en el centro de la lucha por la justicia social que se mantiene hoy en Chile.
El miércoles 13 de noviembre, 2019, los recolectores de basura en Santiago declararon un paro indefinido de actividades y dejaron sin servicio a 42 de las 52 municipalidades de la capital chilena. El paro tuvo lugar en el marco del masivo movimiento social que movilizó a cientos de miles de personas en demanda por mayor justicia social y contra un sistema político y económico que despojó a los trabajadores chilenos de su dignidad. Las demandas básicas de los trabajadores de la basura, tales como el derecho a usar un baño o contar con un lugar limpio donde comer, simbolizan la falta de derechos y protecciones laborales en el Chile neoliberal, especialmente para aquellos que trabajan en condiciones precarias, muchos de los cuales son también inmigrantes. La huelga puso en evidencia la desigualdad obscena que existe en el país. Mientras las empresas recolectoras de basura firman lucrativos contratos con las municipalidades, sus trabajadores están expuestos a condiciones de trabajo peligrosas e insalubres y turnos que exceden las diez horas diarias. La recolección de basura se ha convertido en un negocio rentable para unas pocas empresas, que se han beneficiado de la privatización y subcontratación de los servicios públicos a expensas de los derechos fundamentales de los trabajadores, como es el derecho a la seguridad y la salud en los espacios de trabajo.
Los derechos y las condiciones de trabajo han estado en el centro de la lucha por la justicia social que se mantiene hoy en Chile. Si bien es cierto que, con algunas excepciones (los trabajadores portuarios en Valparaíso y los mineros del cobre en el norte del país), los sindicatos no lograron gran visibilidad en las marchas y protestas que paralizaron al país durante más de un mes, esta invisibilidad refleja las consecuencias de más de 35 años de leyes laborales que despojaron a los trabajadores de sus derechos mas básicos. El impacto del modelo neoliberal sobre los derechos legales y económicos de los trabajadores ha sido uno de las causas del movimiento social. Como los miles de manifestantes expresaron en las calles a lo largo y ancho de todo el país, el problema son la herencia de la dictadura y la incapacidad del actual sistema político de transformar el modelo económico. Cuando los estudiantes chilenos saltaron el torniquete del metro, lo hicieron también por sus padres que trabajan turnos de 10 a 12 horas diarias, por sus hermanos que manejan una moto por las peligrosas calles de Santiago repartiendo comida para Uber Eats o trabajan turnos flexibles en Walmart, y por sus abuelos que reciben una pensión muy por debajo del salario mínimo. Los manifestantes exigen una pensión digna y ser escuchados tanto por los empresarios como por la clase política. No es solo sobre la desigualdad económica, pero el poder absoluto de los empresarios, como las empresas recolectoras de basura, que hace prácticamente imposible suprimir la desigualdad.
Bajo la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), la imposición de un modelo neoliberal requirió desregular el sistema de las relaciones laborales, silenciar a los trabajadores, y reducir el poder e influencia de los sindicatos. En 1979, José Piñera, hermano del actual presidente de la república, introdujo el Plan Laboral. El plan consistió en una serie de decretos leyes que limitaron los derechos de los trabajadores a formar un sindicato y negociar colectivamente. Se impuso una concepción individualista del trabajo y se destruyeron las bases de la acción colectiva y el poder sindical incluyendo la negociación colectiva, las atribuciones de los sindicatos, y el derecho a la huelga. Asimismo, la dictadura militar flexibilizó el contrato de trabajo, reforzando el poder de los empresarios para contratar y despedir trabajadores. La reforma laboral fue parte de las llamadas siete modernizaciones que privatizaron el sistema de seguridad social, la salud, y la educación. En 1987, el gobierno militar impuso un nuevo Código del Trabajo, el cual aunque fue reemplazado en 1994, es la base del sistema actual. La erosión de los derechos laborales ha sido la piedra angular del sistema económico, una suerte de mantra neoliberal que sostiene la fantasía del “milagro” chileno y que ha agravado la desigualdad.
A partir de 1990, con el retorno de la democracia, las demandas de los trabajadores han sido constantemente pospuestas, y el movimiento sindical no ha tenido el poder suficiente para transformar el entramado legal heredado de la dictadura. Bajo la escusa de fortalecer el crecimiento económico, de atraer capital extranjero, y de fortalecer los tratados de libre comercio, los políticos y economistas se han opuesto a introducir reformas laborales sustanciales. Para los empresarios “aumentar” las protecciones laborales “aumenta” el costo de la mano de obra. Cuando las organizaciones sindicales han solicitado un incremento del salario mínimo (al menos 23,3 por ciento de los trabajadores a tiempo completo gana el mínimo) o reducir la jornada laboral (una de las más largas entre los países de la OECD), los empresarios y sus poderosos aliados políticos amenazan que no podrán producir y, por lo tanto, se verían obligados a despedir trabajadores. El año 2016, el gobierno de Michelle Bachelet prometió “emparejar la cancha” y aprobó una reforma importante del sistema de relaciones laborales. La reforma garantizó el derecho a huelga, una de las demandas históricas del movimiento sindical, y los índices de sindicalización han crecido (de 13 a 20 por ciento durante la última década). Sin embargo, las reformas del 2016 no han sido suficientes. Juan Moreno, Presidente del Sindicato Interempresa de Trabajadores de Walmart Chile, señaló que las nuevas normas no han logrado empoderar a los trabajadores y aún existen enormes obstáculos a la sindicalización, sobre todo en empresas pequeñas. Más aún, Moreno señala, los empresarios retienen todo el poder y, aunque la ley garantiza el derecho a huelga, “Las represalias post huelga ya son un hecho habitual en nuestro país”.
Las enormes dificultades para reducir la jornada laboral ilustran la influencia del entramado neoliberal que rige las relaciones laborales en Chile. La jornada laboral chilena (45 horas) es una de las más largas entre los países de la OECD, solo superada por seis países (entre ellos Rusia y México). En mayo de 2019, cuando se debatía una propuesta para reducir la jornada de 45 a 40 horas, el ministro de hacienda, Felipe Larraín (integrante de una de las familias más influyentes del país) señaló que el fisco perdería entre $1.9 a $2.4 millones de dólares y, por lo tanto, el proyecto era “inconstitucional”. En respuesta al proyecto original, presentado por las emblemáticas diputadas del Partido Comunista Camila Vallejos y Karol Cariola, el gobierno ofreció un proyecto de semana flexible de 41 horas que prometía equilibrar los tiempos de trabajo, familia y estudio. Sin embargo, la flexibilidad, diversos grupos de trabajadores han sostenido, abre la puerta a un sin número de abusos y no protege contra los turnos largos, uno de los problemas del sistema actual.
Cuando comenzaron las movilizaciones el pasado mes de octubre, la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), la confederación sindical más importante del país, señaló que los trabajadores estaban luchando por mejores pensiones y el derecho a la educación pública, pero a “ello se suma el descontento frente a los abusos, la corrupción y las desigualdades, no solo de ingresos, sino también de privilegios y trato que viven diariamente millones de trabajadores y trabajadoras”. La CUT presentó al país una lista de demandas, un Pliego Social, que resume el sentir y las esperanzas de los trabajadores:
- Aumento del salario minino de $500.000 pesos líquidos
- Derecho a huelga y negociación colectiva por rama.
- Aumento de la pensión básica solidaria de $500.000 pesos (equivalente al salario mínimo)
- Control de los precios de los servicios básicos tales como agua, luz y gas.
- Sistema integrado de transporte público.
- Semana laboral de 40 horas.
- Derechos sociales: salud, educación y vivienda.
- Respeto a los derechos humanos.
- Convocar a una Asamblea Constituyente para redactar una nueva constitución.
Históricamente, los dirigentes sindicales y los trabajadores han comprendido que la lucha no es solo para obtener reformas económicas o aumentar los salarios y beneficios, pero para cambiar un sistema político y económico que restringe los derechos de los trabajadores y entrega a los empresarios todo el poder en las negociaciones. En 1983, la Confederación de Trabajadores del Cobre convocó a un paro nacional, el primero de una larga serie de protestas contra la dictadura. Los problemas de los trabajadores, señalaron en ese entonces los mineros del cobre, no era una “ley más o menos”, pero “un sistema económico, social, cultural, y político” que los oprimía. Hoy, los trabajadores chilenos y sus hijas e hijos, aquellos estudiantes que protestaron en el metro y se enfrentaron valientemente a la policía, están luchando por un Chile más justo, y esa justicia no son solo un par de reformas y unos pesos más al final del mes, pero el derecho a participar y ser escuchados en sus lugares de trabajo, en la sociedad y en los espacios políticos. Para ello, los trabajadores y los sindicatos deben ser parte de la Asamblea Constituyente y contribuir a garantizar que los principios de la justicia social y los derechos del trabajo se conviertan en la piedra fundacional de la nueva constitución chilena.
Ángela Vergara es historiadora y profesora en California State University, Los Angeles. Es autora de Copper Workers, International Business, and Domestic Politics in Cold War Chile (2008) y co-editora de Company Towns in the Americas (2011) y de Radical History Review, núm. 124, The Other 9/11: Chile 1973 – Memory, Resistance and Democratization (2016). Actualmente, está terminando su libro sobre la historia de las políticas de desempleo en Chile.